Cincuenta días después de la Pascua, los judíos celebraban la fiesta de Pentecostés, o la fiesta de las Tiendas. En esta fiesta celebraban que siete semanas después de salir de Egipto, en el Éxodo, el pueblo llegó al monte Sinaí, y allí Dios les entregó por medio de Moisés las tablas de la Ley. Dios hizo alianza con su pueblo.
EsTe día de Pentecostés, para nosotros los cristianos, cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo, los apóstoles estaban reunidos en el Cenáculo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, y allí recibieron el don del Espíritu Santo. La alianza ya no está escrita en tablas de piedra, sino que está inscrita en el corazón de cada hombre, grabada a fuego por el Espíritu Santo. Es la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu de Dios que impulsa a la Iglesia a salir fuera y a anunciar el Evangelio de Cristo.
Los símbolos con que en la Escritura viene caracterizada la acción del Espíritu:
Viento impetuoso. Sopla cuando quiere y donde quiere. No se sabe de dónde viene ni a dónde va. Aparece, no sabemos por qué ignotos caminos, donde menos y cuando menos lo podíamos esperar, y se cuela incluso por las más pequeñas rendijas y arrastra impetuosamente allí donde la ley resulta casi siempre ineficaz.
1. Fuego. Derrite para transformar. No rompe ni fragmenta, no forrza. Moldea desde dentro, forja una nueva personalidad penetrando todo nuestro ser.
2. Lenguas. Todos oyen hablar de Cristo en su propia lengua. El Evangelio de Jesús no está ligado a una cultura, a una situación, a un idioma. Llega hasta donde el hombre se encuentra. Un único Jesús es oído en pluralidad de culturas y situaciones.
3. Mosto. Algunos los creían borrachos. Quizá quiere señalarse una exultación que asemeja a la ebriedad. Quizá también que los hombres movidos por el Espíritu muchas veces parecen ajenos al sentido común.
El Espíritu Santo significa el paso de la obscuridad a la luz, del miedo al valor, del encierro al testimonio público, del aislamiento al principio de la comunidad viva y operante.
El Espíritu Santo es la unidad en la diversidad, es el don de lenguas, la posibilidad de llegar a todos con un mensaje que cada uno entiende como dirigido exclusivamente para él "en su propio idioma"; el Espíritu Santo es la profundización en el mensaje de Jesús, el momento justo en el que los apóstoles y los discípulos que lo reciben empiezan a conocer de verdad a Jesús, a interpretar sus palabras, a penetrar en su íntimo modo de ser, a ver el mundo con los ojos de Cristo y a diseñar con toda nitidez lo que debe ser la vida de un cristiano.
Aquellos primeros hombres que recibieron el Espíritu Santo cambiaron radicalmente. Un impulso nuevo había vigorizado sus convicciones y había fortalecido sus decisiones. Desde ese momento ya nada podrá frenar su iniciativa cristiana, del mismo modo que nada ni nadie había podido frenar la de aquel Maestro con el que habían convivido sin conocerlo del todo y sin poder captar la grandeza de su mensaje.
4. La confusión de lenguas: Si el hombre es, como se ha dicho, un animal racional, es decir, está dotado de razón o de palabra (logos), el deterioro de la palabra será la deshumanización del hombre y de la convivencia humana. Por tanto, debiera preocuparnos el uso y el abuso que hacemos de la palabra.
Ahora bien, en nuestros días la situación no es muy buena: se abusa de la palabra en la publicidad y en la propaganda, lo que lleva a su devaluación y desprecio; disminuye de forma alarmante la competencia lingüística en las nuevas generaciones, y, por si fuera poco, donde entran en contacto, en un mismo territorio dos o más lenguas, se dan señales de incomprensión y violencia. Pero si los hombres ya no se entienden hablando, ¿cómo pueden entenderse? y si no se entienden los unos a los otros, ¿cómo pueden vivir juntos?
La Biblia nos dice que la confusión de lenguas, el caos que se produce cuando cada cual habla desde su punto de vista y utilizando su propio lenguaje, sin importarle nada ni nadie, y sin respeto alguno, a los que hablan o piensan de modo distinto, lleva a la división y a la dispersión de los pueblos.
Los cristianos, somos portadores de un mensaje que debemos anunciar a todo el mundo.
Pero vino sobre ellos el Espíritu Santo y les concedió la capacidad de hablar y el valor para confesar en público que Jesús es el Señor. Porque "nadie puede decir que Jesús es el Señor, a no ser por el Espíritu Santo".
Ahora, en la segunda creación, su aleteo es violento, de fuego incandescente. Y esos hombres, cobardes y huidizos, son abrasados por el beso de Dios, sacudidos por el Espíritu. La luz ha brillado también en las sombras de sus ojos. Y enardecidos se lanzan a la calle a proclamar las maravillas de Dios, anunciando la Buena Nueva, lo más sorprendente que jamás se haya oído.
Pentecostés no es un hecho del pasado, no es un "lindo recuerdo", no es una simple página de la historia: Pentecostés no ha terminado, no terminará nunca, porque el amor del Señor no pasará jamás. Por eso ahora no estamos "recordando" Pentecostés, sino que estamos celebrando... Con esta celebración, la segunda fiesta más importante del año después de la Pascua, concluimos el tiempo pascual.
P. Rodri
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