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LA CUEVA

Reflexión para la Misa de NAVIDAD:

Jesús nació en Belén, más bien, en una cueva a las afueras de Belén. Porque “no hubo sitio para ellos en la posada”, explica Lucas. Nació en una de esas oquedades en la roca que aún hoy dan cobijo a rebaños y pastores y los resguardan de la lluvia y del frío de la noche. Ya entonces, no faltaban ahí pesebres: cajones o bandejas donde se daba de comer a vacas, bueyes, burros y otros animales.


El Evangelio define la Navidad con una frase escueta, sencilla y llana, pero impactante: Dios-con-nosotros, que significa que ha entrado el ser en la vaciedad, la luz en la oscuridad; el calor en la frialdad; la presencia total en la soledad; la pureza en la suciedad; la Vida Eterna en la fatalidad, y es la irrupción de la Divinidad en la humanidad.


A medida que José y María recorrían, sin éxito las estrechas callejuelas de Belén, su mente y su corazón iban poco a poco familiarizándose con aquel lugar: el Hijo de Dios habría de nacer no sólo fuera de la casa familiar en Nazaret, sino también fuera de todo poblado y de toda casa: en una cueva oscura, fría, solitaria, sucia y maloliente.


Pero Dios “no da pisada sin huarache”, como decimos en México. Siempre que Él decide algo, es por algo. La cueva en las afueras de Belén tenía motivaciones muy superiores al triste rechazo de los posaderos. Con la llegada de Jesús, aún en el vientre de María, la cueva se llenó de mensaje y significado.


1. UNA CUEVA

Que Dios haya nacido en una cueva significa que vino a llenar el hueco más grande que hay en el corazón de la humanidad. Con el correr de los siglos, a partir del pecado original, el hombre se había ido quedando cada vez más sin Dios. Él siempre ha sido un Dios-con-nosotros. Hemos sido nosotros los que, rechazando la obediencia y fidelidad a su alianza, nos hemos ido constituyendo cada vez más como una humanidad-sin-Dios. La cueva que Dios escogió para entrar en nuestro mundo, nos ayuda a comprender que una humanidad-sin-Dios es una humanidad vacía.


El egoísmo es un amor propio desordenado, que termina por dañarlo todo: a uno mismo y a los demás; la relación con Dios y la relación con las criaturas. El egoísmo es más que una cueva vacía: es una caverna tenebrosa que aspira y traga todo lo que pasa cerca: lo bueno, lo no tan bueno, lo regular y lo malo.


La cueva de Belén es un magnífico antídoto para nuestro egoísmo. Ella se miró a sí misma y se dio cuenta de que estaba vacía. Pero también descubrió que la mejor manera de sentirse llena, consistía en abrirse aún más, en acoger, en cobijar; en ser más que nunca lo que siempre había sido: una cueva, un espacio abierto y bien dispuesto a recibir a quien quiera entrar.


2. UNA CUEVA OSCURA

Todas las cuevas son oscuras, y cuanto más profundas y sinuosas, tanto más oscuras. Son, tal vez, una buena metáfora del pensamiento humano. Jesús dijo de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”. El Dios-con-nosotros es un Dios que ilumina. Cuando Jesús entra, todo queda iluminado: la mente, el alma y el corazón; el pasado, el presente y el futuro; los éxitos y los fracasos; las penas y las alegrías; los sucesos más felices y las tragedias más terribles. Ningún rincón de la vida queda a oscuras cuando el que es la Luz irrumpe en ella.


3. UNA CUEVA FRÍA

Las cuevas suelen ser frías, o al menos, más frías que la intemperie; al no recibir los rayos del sol, suelen conservar la frialdad de la noche y del invierno. También el corazón humano, cuando está lejos de Dios, termina por enfriarse. Por eso, una humanidad-sin-Dios es también una humanidad fría, apática e indiferente.


Antes de que naciera el Niño Jesús, José encendió varias antorchas, que no eran solo luminarias funcionales, sino que eran gestos cuasi-sacramentales, de un fuego nuevo que vino a iluminar, calentar y salvar. La presencia cálida del Niño en la cueva de Belén derritió muchos glaciares de abandono, tristeza y desamparo. Por eso, la vela encendida es un símbolo de la Navidad tan importante y elocuente como la estrella, el árbol o las figuritas del Nacimiento.


La cueva de Belén fue el primer espacio calentado por la tierna piel del Niño, Años después, Jesús dirá: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡Cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!”. El mensaje de Jesús es claro. Hay que encender el propio corazón con el fuego que Él vino a traer: un fuego que descongela apatías e indiferencias; un fuego que arropa y calienta desnudeces e indigencias; un fuego que enciende perdones y prende reconciliaciones. Todo esto forma parte de la Navidad. “Si tú no ardes de amor, mucha gente morirá de frío”.


4. UNA CUEVA SOLITARIA

Uno de los peores dramas de la humanidad-sin-Dios es la soledad, porque en la medida en que el hombre se olvida de Dios, se olvida también de los demás. En realidad, la humanidad-sin-Dios se vuelve muy pronto una humanidad-sin-el otro; peor aún, una humanidad-contra-el otro. Muchos hombres y mujeres de nuestro mundo, cada vez, se sienten más solos y despersonalizados.


Aquella noche, la cueva de Belén recibió tres peregrinos, no sabemos las dimensiones de la cueva, pero una cosa es evidente: Jesús, María y José llenaron por completo aquel espacio. No porque fueran muchos o el espacio fuera pequeño; sino porque estaban muy unidos y, donde hay unidad, no quedan espacios vacíos. El espíritu de unión en las personas desborda siempre sus contornos corporales.


Aquella noche, José y María estaban más unidos que nunca. No eran sólo esposos; eran en verdad “consortes”, es decir vivían una misma suerte. Eran solidarios en aquel drama que los había llevado hasta una cueva abandonada, mientras buscaban, más juntos que nunca, dónde preparar el nacimiento de Jesús.

Desde que Jesús entró en la solitaria cueva de Belén, ya nadie puede sentirse solo, abandonado o desamparado.


5. UNA CUEVA SUCIA Y MAL OLIENTE

Las cuevas –también la de Belén– ordinariamente huelen mal, nada de extrañar si se tiene en cuenta que, además de ser los sanitarios naturales del desierto, carecen de ventilación. Es difícil imaginar un lugar menos apto para el nacimiento del Hijo de Dios. Pero una vez más, la cueva de Belén revela la sabiduría de Dios.


Él sabe que una humanidad-sin-Dios, no puede sino despedir el hedor del mal. Del corazón del hombre, hoy siguen emanando exhalaciones de violencia, ambición, pereza, envidia, ira y desenfreno. Era necesario que el Hijo de Dios, la Pureza encarnada, entrara en esa cueva sucia y maloliente para devolverle su pulcritud original y llenarla con una nueva y dulce fragancia. Eso que tiempo después llamaría san Pablo el “buen olor de Cristo”.


La cueva de Belén, purificada por la presencia del Niño Jesús, nos invita a purificar nuestras pasiones sensitivas; a no ceder a los reclamos de la concupiscencia; a vigilar sobre nuestros apetitos corporales para no permitir que nos dobleguen y esclavicen.


6. UNA CUEVA CIEGA

Las cuevas son ciegas, es decir, no tienen salida, fuera de la misma entrada, porque si la tuvieran, serían túneles, no cuevas. Esta condición me parece representativa de esa porción de la humanidad que no cree en la eternidad. Una reciente encuesta en México mostró que el 25% de las personas no cree que haya vida tras la cortina de la muerte. ¡Qué tristeza! No imaginé que serían tantos. ¿Cómo ven sus vidas, entonces? Tendrían que verlas como callejones sin salida, sin esperanza, sin trascendencia. Vidas que se quedan sólo “de este lado”, como esas cavernas profundas en las que se adentran los espeleólogos –los expertos en cuevas– para, tras mucho andar, subir y bajar, buscando en vano una luz “del otro lado”, topar con una pared impenetrable, ahí donde la cueva no permite ya más pasos.


Cuando Jesús entró en la cueva de Belén, la Divinidad entró en el tiempo, horadándolo y abriéndolo a una nueva dimensión de la vida humana: la dimensión de la eternidad. Desde entonces, no hay más paredes impenetrables para nadie. La vida humana ya no es una cueva sin salida. Es más bien un pasadizo, un túnel por el que se debe transitar para volver a Dios en la eternidad.



Ciertamente el túnel de la vida es un tanto irregular. Tiene sus requiebres. Exige agacharse muchas veces; ensuciarse; meter los pies en el fango. En ocasiones habrá que escalar con cuidado; otras, descender con cuerdas de rapel. Habrá que sudar y jadear; caminar con poca luz, si no es que en medio de la oscuridad; palpar paredes, tantear el piso para no dar pasos en falso, etc. Pero, eso sí, siempre con la certeza de que el túnel de la vida será todo menos un laberinto sin salida.

P. Rodri

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