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LA CRUZ NO VALE POR SI MISMA

Las celebraciones del día de hoy, lo mismo que las de ayer y las de mañana, son singulares: la vemos y las vivimos una vez cada año. En su conjunto, forman el Triduo de la Pascua, triduo, tres días; estamos en el segundo de esos tres días.


Se trata de una sola celebración. Observemos, por ejemplo, que al principio de esta celebración no ha habido ningún cántico de entrada; tampoco hemos dicho: "En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; no hemos saludado a la asamblea ni nos hemos arrepentido de nuestros pecados.

Es que en realidad estamos todavía en la Misa que hemos empezado el día de ayer Jueves. puede decirse que el Triduo Pascual es todo él una sola Misa, una inmensa Misa, la gran Misa del año.


Como se trata en realidad de una sola celebración, hay que mirar el conjunto en su profunda unidad. Ayer hemos visto a Cristo Jesús dándose en el sacramento de la Eucaristía, sobre todo el altar; hoy el altar está desnudo, única vez que sucede esto en el año, siempre por lo menos se le conserva algún mantel, hoy está desnudo el altar, como solo está Cristo en la cruz.


Y aquello que celebrábamos ayer en el altar, hoy lo celebramos contemplando a Cristo en la cruz. Hoy sabemos que ese Banquete fraternal que es la Eucaristía tiene su precio y que el precio de ese Banquete, quien pagó ese Banquete fue el mismo Jesucristo convertido sobre la cruz al mismo tiempo en Sacerdote, en Altar y en Víctima.


Hoy miramos a este mismo Cristo entregando el resto de su vida; Él mismo había dicho: "No hay amor más grande que dar la vida por los amigos" San Juan 15,13.

¿Por qué nosotros los cristianos decimos que somos salvados por la Cruz de Cristo?


Agarran a un pobre hombre, que estaba rezando en una montañita; lo agarran a palos, empujones y empellones, y hacen una caricatura de juicio, se burlan de Él, hacen escarnio y lubidrio de Él, le azotan, le agobian a golpes e insultos, le ponen a cargar un madero, lo crucifican y se mueren. ¿Por qué, preguntamos, por qué eso es salvación para mí?


Además, no es la única muerte injusta que conocemos. Dolorosamente la historia de los hombres más bien conoce muchísimas muertes injustas: torturados, desaparecidos, mutilados, marginados, olvidados, asesinados y enterrados en cualquier fosa común.


¿Por qué puede venir salvación de la cruz y por qué utilizarla como símbolo de redención? Lo primero que tenemos que decir es esto: todos los bienes que la Iglesia le da a la cruz, provienen del Crucificado. La cruz vale por el que estuvo pendiente de ella, por el que estuvo colgado en ella; la cruz no vale por sí misma. Nosotros no somos unos adoradores del sufrimiento; nosotros no somos unos entusiastas del fracaso, ni unos propagandistas del dolor. Nosotros, en la cruz, celebramos, adoramos al que murió en ella.


¿Qué era la cruz? La cruz fue un horrible tormento que utilizaron varias culturas en la antigüedad, pero muy especialmente los romanos, como ejemplo de escarnio público contra aquellos criminales que se habían sublevado en contra del emperador. Era un medio de defensa de la integridad pública y de la ideología dominante.


Una persona se rebelaba contra el imperio, se cogía al cabecilla, se le daba de palos y azotes y se colgaba de la cruz. ¿Como moría el crucificado? El crucificado no moría por pérdida de sangre, normalmente; salvo las heridas iniciales causadas por los clavos, no es la pérdida de sangre lo que mata al que es crucificado.

Suspendido entre cielo y tierra, la persona queda con los brazos descoyuntados hacia atrás; el peso de su propio cuerpo hace que sus costillas opriman a los pulmones; la persona no puede respirar, como está amarrado o clavado en los pies, sólo haciendo un terrible esfuerzo sobre sus propias heridas, logra echar el tórax un poco hacia atrás, hacia donde está el madero, así puede tomar un poco de aire.


Cuando se encalambra, vuelve a echar el cuerpo hacia adelante y vuelve a quedarse sin aire. Todo eso sucede a la vista de la multitud, que era la encargada, primero, de verle hacer gestos; y segundo, de aprender que contra el imperio nadie se mete.


La cruz era un castigo ejemplar y público que tenía que servir para desanimar a los rebeldes y contumaces. No era el único mecanismo de represión utilizado por los romanos.


Los judíos tenían un límite en el número. Se decía que si había que castigar a alguien con azotes, se le debía dar cuarenta azotes a lo sumo, que en la práctica siempre eran treinta y nueve, porque tenían temor de que se les fuera a ir uno de más. Treinta y nueve azotes dados por un verdugo, son capaces de hacer desfallecer y desmayar a cualquiera.


Pues bien, esos eran los judíos; pero en la muerte de Jesús obraron judíos y romanos, y los romanos no tenían límite en el número de azotes, fuera del cansancio, del divertimento, de la burla del sadismo de quienes eran encargados de semejante tortura.


Contemplamos con horror cuáles eran los azotes que utilizaban los romanos: unas pencas en cuero, acabadas en pequeños trozos de hueso o de metal; cada azote de esos, se llevaba literalmente pedazos de carne del azotado.


Porque precisamente esas esferas y esos pedazos de hueso, se incrustaban en el cuerpo del pobre condenado, y cuando era arrancado nuevamente el azote, se llevaba un pedazo de ese infeliz.

Ese es el tipo de tortura que ha soportado Jesucristo.


Lo de la corona de espinas, en cambio, no era costumbre romana; fue simplemente un accidente por aquello de que se empezó a hablar de que Él era un Rey, y a los soldaditos, unos pobres resentidos sociales, ojalá nunca se repitiera eso, pero creo que sí se repite, que los soldados se llenan de resentimientos sociales y se desquitan con el que no puede.


Los soldaditos romanos, unos resentidos, no tenían con quien descargar su rabia sino con aquellos como Jesús, que eran condenados a muerte. Porque ustedes saben que hay sistemas militares, en los cuales, como la obediencia siempre es ciega, y la razón siempre la tiene el superior, el inferior sólo tiene que obedecer, así se trate de porquerías o de vergüenzas.


Pues bien, estos señores, mercenarios, acostumbrados a matar; gente sanguinaria, sin el menor escrúpulo, ese fue el tipo de gente encargada de azotar a Jesucristo. Y a ellos les pareció de muy buen tono trenzar la corona de espinas, para ver cómo se veía este Rey con su corona.


Ese tipo de burlas y estos episodios de sadismo en los que no quiero detenerme más, porque no es el hecho, y no quiero yo despertar la morbosidad por la sangre, sino el amor por la sangre; este tipo de burlas eran frecuentes en los romanos, eran su manera de reprimir a los rebeldes.


La persona, al primero o segundo azote, unía a sus gritos las más terribles maldiciones y blasfemias; los más terribles insultos y súplicas, inútiles súplicas de misericordia a esos resentidos sociales que eran los soldaditos, que acababan su ira, saciaban su sadismo en las espaldas y el cuerpo del condenado a muerte.

Pero en Cristo, no hay maldición alguna , no hay el menor rastro de blasfemia, no hay ninguna amenaza, ninguna promesa de venganza, ni una sola súplica de misericordia.


Sería tan grande la impresión que esto causó dentro de aquel soldado, que nos dice el evangelista Marcos, cuando murió Jesús, el centurión romano, que debía estar acostumbrado a esas escenas horripilantes de sangre, que al centurión romano se le partió el alma, y dijo: "Verdaderamente este era el Hijo de Dios" San Marcos 15,39. Esa confesión de fe indica que ese modo de morir no se puede, no es posible para una creatura humana, con sus propias fuerzas. Que en ese modo de morir aparece un amor, aparece una paz, aparece una majestad incomprensible en medio de tanta violencia.


Porque su modo de morir revela la grandeza del pecado y de la culpa, pero revela sobre todo la inmensidad del amor de Dios. Él quiso mirar desde su tragedia la mía, yo quiero desde mi vida mirar su vida y leer desde su muerte mi propia muerte.


Y por eso yo creo que Él es mi Salvador, y por eso le adoro, porque conozco su enseñanza, porque conozco qué obras ha realizado, y porque habiéndolo Dios resucitado de entre los muertos, ha ratificado, ha aprobado esa vida y ha comunicado su Espíritu para que yo pueda creer en Él, para que yo lo anuncie, para que mi vida cambie.


Hermanos, alabemos el inmensísimo amor de la cruz, contemplemos el espanto de nuestros dolores, contemplemos lo horripilante de nuestras traiciones, pero sobre todo, saciémonos mirando el tamaño de esta misericordia, el tamaño de esta redención.


Alabado sea Aquel que así quiso mostrarnos su amor; alabado sea Aquel que así quiso abrazar a todos. Cuando Cristo iba caminando y sanaba a los enfermos, ciegos, sordos o paralíticos, siempre sanaba de a uno; pero para podernos abrazar a todos, extendió sus brazos en la cruz. Y para que supiéramos que nos estaba aguardando, quiso que también sus pies estuvieran fijos al madero".


A Él honor y alabanza por los siglos de los siglos. Amén.

P. Rodri




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