Is 2, 1-5: El Señor reúne a todos los pueblos en la paz eterna del Reino de Dios Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor Sal 121, 1-2. 4-9: Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor» Rm 13, 11-14: Nuestra salvación está cerca Mt 24, 37-44: Vigilemos para estar preparados
Hoy en la Iglesia se inicia un nuevo año litúrgico, es decir, un nuevo camino de fe del pueblo de Dios. Y como siempre iniciamos con el Adviento. La página del Evangelio (cf. Mt 24, 37-44) nos presenta uno de los temas más sugestivos del tiempo de Adviento: la visita del Señor a la humanidad.
La primera visita se produjo con la Encarnación, el nacimiento de Jesús en la gruta de Belén; la segunda sucede en el presente: el Señor nos visita continuamente cada día, camina a nuestro lado y es una presencia de consuelo.
Y hoy, el Señor hoy nos habla de esa última visita suya, la que sucederá al final de los tiempos, y nos dice a dónde llegará nuestro camino.
En la primera lectura, hemos escuchado que el profeta Isaías nos habla de un camino, y dice que al final de los días, al final del camino, el monte del Templo del Señor estará firme en la cima de los montes. Y esto, para decirnos que nuestra vida es un camino: debemos ir por este camino, para llegar al monte del Señor, al encuentro con Jesús. La cosa más importante que le puede suceder a una persona es encontrar a Jesús: este encuentro con Jesús que nos ama, que nos ha salvado, que ha dado su vida por nosotros. Y que nosotros caminamos para encontrar a Jesús.
¿Cuándo encuentro a Jesús? Lo encontramos todos los días, ¿Pero cómo? En la oración, cuando tú rezas encuentras a Jesús. Cuando recibes la Comunión, encuentras a Jesús, en los Sacramentos encontramos a Jesús, cuando llevas a a tu hijo a bautizar, te encuentras a Jesús, hallas a Jesús. Toda la vida es un encuentro con Jesús: en la oración, cuando vamos a misa, y cuando realizamos buenas obras, cuando visitamos a los enfermos, cuando ayudamos a un pobre, cuando pensamos en los demás, cuando no somos egoístas, cuando somos amables...; en estas cosas nos encontramos siempre con Jesús. Y el camino de la vida es precisamente este: caminar para encontrar a Jesús.
La vida es un camino un camino para encontrar a Jesús. Encontrar a Jesús es también dejarte mirar por Él, y alguno dirá “Pero, Padre, para mí, es un camino difícil, porque yo soy muy pecador, he cometido muchos pecados... ¿cómo puedo encontrar a Jesús?”. Pues tú debes de saber y si no lo sabías, déjame que te diga, que a las personas, a las que Jesús mayormente buscaba Jesús, eran los más pecadores; por eso Él dejo: No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos y yo he venido a buscar y a salvar, lo que estaba perdido, es por eso que Jesús cura nuestros pecados.
En el camino de la vida, todos somos pecadores, incluso cuando nos equivocamos, cuando pecamos, Jesús viene y nos perdona; es el perdón que recibimos en la Confesión, que es un encuentro con Jesús. Siempre hay un encuentro con Jesús.
Ésta es la vida cristiana: caminar, seguir adelante, unidos como hermanos, amándonos y si no podemos amarnos, y si no, queriéndonos; y si tampoco nos podemos nos podemos querer; pues al menos aceptarnos, o por lo menos tolerarnos unos a otros con debido respeto.
Unos caballeros que visitaban una vez por motivos de estudio el gran manicomio de Hall en el Tirol, notaron que en una de las salas había una señorita de brillante aspecto que estaba labrando con gran atención un bellísimo encaje. Admirados de que una joven tan inteligente y tan sana en apariencia se encontrase en aquel triste recinto, le hicieron algunas preguntas, pero ella no dio respuesta alguna, por lo que hubieron de convencerse de que la infeliz mujer, había perdido el juicio.
Pidieron noticias al director, por el cual se supo la triste historia. Aquella joven había sido prometida a un noble caballero, y al ir a visitarle pocos días antes de la boda, no la vio bien su prometido y le gritó: ¡Apártate, no quiero saber más de ti! Aquellas palabras bastaron para trastornar el juicio a aquella desventurada mujer. Ahora bien, si aquella palabra pronunciada por el novio, dio tanto dolor a la pobre prometida, que la precipitó en la locura, ¿qué ocurrirá? cuando el Divino Esposo de las almas, dirija a los pecadores, aquellas espantosas palabras en el Juicio final: ¡Apártense de mí, malditos!
Huyamos, entonces del pecado mortal, que puede conducirnos a tan espantosa ruina.
P. Rodri
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